El rey don Jaime y la formación
de un reino de ciudades

Por José Luis Villacañas,
Catedrático de Historia
y biógrafo de Jaime I

A menudo solemos atribuir a los actores del pasado intenciones que son más bien las nuestras. La razón de ello es que los actores del pasado no suelen hacer declaraciones expresas de lo que quieren conseguir. En el caso de Jaime I no hay necesidad de ello.

Él mismo lo dijo con toda claridad. Fue en la Navidad de 1269, en la ciudad de Tarazona, al pie del Moncayo, en la frontera de los reinos de Castilla y Aragón, en aquella ciudad de las casas mudéjares colgantes de la que había salido su lugarteniente Pérez de Arenós. La ocasión no era una cualquiera.

Venía de Burgos, de casar a su nieto Fernando de la Cerda. Su prestigio estaba en la cima. Poco antes había entrado triunfal en Murcia. El arzobispo de Toledo había oficiado las misas, pero era su hijo Sancho. El más importante de los nobles castellanos, Nuño de Lara, se había ofrecido entrar a su servicio. Alfonso X, que no lograba hacerse con el Imperio, a duras penas podía conservar la paz en su reino. Agobiado por los problemas, siguió a su suegro hasta la frontera y aceptó gustoso pasar con él las Navidades.

El rey “en Jaume”, como lo llaman en un giro peculiar los valencianos, lo cuenta con ese desparpajo característico en su Llibre dels Feyts. En aquella semana aconsejó a su yerno acerca del buen gobierno. Como el Dios de la creación, le dio siete consejos, uno por día. Y en estos consejos se expone no sólo el esquema de valores de un rey medieval, sino un programa de gobierno que, de haberlo seguido Alfonso, no habría llevado a Castilla a la ruina.

Estos consejos son de una doble naturaleza. Por una parte, se trata de los propios de la ética feudal y están regidos por el sentido del honor. La atenencia a la palabra dada, la fidelidad a sí mismo, era el primero. Era peor negar que prometer y no cumplir. Más vinculante todavía era la palabra escrita, por lo que antes de dar una carta, debía consultarlo bien.

El tercer consejo era proteger a toda su gente, y en él nos damos cuenta de la lógica medieval del poder que ofrece protección y defensa a cambio de obediencia. Así, el rey ha de mantener “con agrado y placer a la gente que Dios le ha encomendado”. Pero luego seguían los consejos políticos, la orientación básica para jugar con las fuerzas políticas. Y aquí sus intenciones son claras y expresas.

Ante todo, que mantenga a sus gentes en equilibrio, lo que entonces se decía con las palabras de mantener “el estado”. Estas gentes se organizaban alrededor de tres elementos políticos: la aristocracia militar, la iglesia y “la gente de los pueblos y ciudades de la tierra”.

El rey reconocía que lo mejor era mantener el favor de todos. Pero que si no era posible, se debía de optar por algunos. Y su elección no era dudosa. Se debía elegir dos partes e intentar con ellas “destruir” a la tercera. Así eligió las ciudades y la iglesia, de hecho también una parte de la administración urbana. La razón era sencilla: “los caballeros son los que más pronto se levantan contra la señoría”.

Sin embargo, lo decisivo era la forma de ver las ciudades. Y ahí no dejó dudas. Para él la ciudad era el territorio de la corona. Como tal, era un cuerpo que se autogobernaba en cooperación con el rey, mediante cargos públicos electos anuales que debían dar cuenta de su gestión ante los ciudadanos.

Y este era su sexto consejo: que en la ciudad debían haber alrededor de cien hombres de mérito heredados en las tierras del rey. Pero esta pequeña aristocracia urbana no era exclusiva. “Lo demás que lo tengan los menestrales y así harás una buena ciudad”. Esa cooperación entre pequeña aristocracia urbana y menestrales es la estructura misma de la ciudad mediterránea. Y así se hizo Valencia y se logró el fruto más anhelado del rey: un reino de ciudades. Todas ellas, a lo largo y ancho del reino, se sienten orgullosas de sus cartas pueblas y casi todas ellas celebran ahora el 750 aniversario de su constitución. Todas ellas hablan del rey como fundador.

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